El andén se ha borrado de mi
vista,
las murallas siguen pareciendo
frías.
Caminamos despacio.
Aletargados, distantes.
Caminamos cansados, entre
abedules marchitos,
entre hogueras dispersas,
en primaveras detenidas, en
laureles infinitos.
Nos perdimos corriendo al
encuentro del último abrazo.
Como aquella mañana en que el
hielo cubrió las palabras que deberíamos habernos dicho.
Como aquella tarde en que París
no era más que una promesa entre
huérfanos malditos.
Nos perdimos.
Como se pierden las horas
tapizadas de momentos,
como se pierden las palabras al
memorizar el alfabeto.
Como se pierde la llovizna entre
lágrimas que nunca salieron de los ojos.
Reiré de nuevo, lo sé.
O por lo menos eso es lo que me
dicen.
Eso es lo que quieren hacerme
creer quienes no han visto tu rostro.
Somos otros.
Nunca más los mismos.
Somos recuerdos de momentos que
nunca han existido.
Somos vendaval o fuego contenido.
Como el de las palabras que no
llegaste a decir nunca.
Por miedo a tal vez cual
monstruo,
que como en un cuento de Lovecraft no pudimos
ver
hasta cuando la razón nos escupió que ya era
tarde.
Los sueños son lobos que persigo.
Demasiado superfluos como para
dejar huellas en la nieve.
Demasiado inciertos.
Como los sueños que se esfuman de tanto ser
culpables de ser sueños.
Sueños infinitos,
que se apilan en las hojas cansadas de esperar
las cartas que no pienso escribirte.
Musa traicionera y rancia.
Tus vestidos cubiertos de
herrumbre son los faroles que me elevan al abismo.
Tu imagen ya no es más que una
resaca.
Tus ojos no.
Tus ojos siguen siendo mitad
vivos.
Fuegos fatuos que me guían al
destierro.
Son mi sangre que se seca al
despertar, cansado de soñarte.
Miel amarga,
voz cortante.
Flor glacial.
Nada tiene sentido si no estás
ahí para rechazar mi mano.
Nada me ofreciste.
Nada me diste.
Nada me dejaste.