jueves, 27 de septiembre de 2012

Puerto Revuelto


Le va a poner más mostaza?-preguntó la señora del carrito de completos más popular de la bohemia porteña, mientras tres desgarbados estudiantes con cara de haber fumado la peor hierba y haber mezclado un coctel en su interior luchaban por disminuir el daño colateral del bombardeo de los completos contra sus horribles chalecos de lana. Estudiaban sociología en la UPLA y habían hecho fila en Bellavista para no comprar su sándwich donde El Compañero Yuri, pues consideraban que era un pequeño burgués disfrazado de revolucionario, que pagaba mal a la señora que trabajaba en su carro y que vendía a precio de oro una imagen comunista. Tenían razón. Era lindo ver el carrito rojo pintado con los motivos de la brigada Ramona Parra, pero la cara del personajillo junto a Lenin, Guevara o Stalin era una burla. Valparaíso se presenta de noche como una gigantesca mescolanza de personajes y perros, de bares y puestos de comida rápida, de hamburguesas de soya y anticuchos de cerdo. Es tan extraña la geografía del Puerto principal que el centro de la ciudad se transformó en tres largas calles en las cuales confluyen todos los habitantes, en el mismo punto hay miles de perspectivas de la vida, solo en los cerros la cosa cambia, pues ahí la naturaleza de la población se sectoriza y se cambian de canastas las manzanas, el hermoso cerro Concepción no tiene nada que ver con Barón o con Artillería, cada uno tiene su estilo definido, sus miles de escondites, sus únicos murales y casas abandonadas hace muchísimos años. Antes, cuando los días eran más largos y la vida iba más lento las familias pudientes habitaban estas casas, de altos techos y escaleras de mármol, ahora son la mayoría conventillos con piezas baratas para trabajadores de bares o estudiantes, pubs habitan las oficinas de las compañías navieras, clubes nocturnos son las enormes bodegas abandonadas luego de que el puerto perdiera su importancia al construirse el canal de Panamá. Valparaíso cambia constantemente su corte de cabello, pero tiene un alma establecida, es perfectamente reconocible entre la multitud de ciudades del mundo, es un refugio del fracaso, donde los pobres son todos, unos mejor vestidos, pero una ciudad pobre, aunque rica en cultura, en misticismo, diversidad y vida, las calles se tiñen de colores durante los carnavales, las plazas sectorizan la oferta, con teatro, música, marionetas, clubes de brisca y venta de sándwich de pernil con mayo, en la madrugada de la plaza Echaurren. Siempre es posible encontrarse con una cara conocida al detenerse un par de minutos en la vereda de Pedro Montt, mejor que mejor frente a Plaza O’higgins. Las protestas son otro cuento, pues la ciudad se manifiesta a favor de la gente, como diosa de la antigüedad, enviando con fiereza a los perros vagos que atacan a Carabineros, mientras la gente corre desaforada intentando escapar del zoológico de guanacos, zorrillos y tortugas Ninja. Los niños disfrutan las callecitas de los parques recorriéndolas en autitos a pedales, mientras los muchachos en uniforme de liceo cortejan a sus compañeras sobre el maltratado césped cubierto de manchas de barro y caca de perro. Valpo es un enigma entre ciudades, es un misterio su notable belleza, siendo una especie de Frankenstein de concreto y latón, donde se mezclan sin problemas el barroco, el granito y los pináculos, las casas construidas unas sobre otras con material de antiguos containers, los que abundaban en el puerto del 1900. También se mezclan con rallados ininteligibles y frases para el bronce, con garabatos, graffiti, esténcil, carteles y teles apagadas con mensajes en las pantallas, intervenciones, escaleras y más escaleras. Ralladas, coloreadas, con trozos de espejos, pinturas de gatos y uno que otro peculiar mural que muestra la inexistente consecuencia de la misma escala, con una realista perspectiva que espanta al pasar desprevenido de noche.

Corta Vida en Natales (lo que veo)


La tinta se calienta y emerge a borbotones, cual herida de espada, derramando su interior infesto de letras vanas. Hablar de Natales es hablar del viento azotando los cristales y encorvando los árboles, desgarrando la superficie límpida del agua. Hablar de Natales es abrigarse hasta las orejas para aguantar el frío y mojarse en la pileta para capear el calor de febrero. Natales aparece en sueños ofreciendo su toque al que quiera alcanzarla, perla de hielo. Su historia es la de un aguacero. Llegué un Jueves hace algunos años, el viaje desde Punta Arenas es una máquina del tiempo, siempre igual, latente, solo. Pero cuando atraviesas la sierra y se comienza a agigantar Dorotea el mar corta el paisaje, la nieve en los cerros, las casitas todas del mismo tamaño, el Navimag trayendo turistas y los radiotaxis por todos lados. Natales sorprende, el primer impacto es llamarlo pueblito, por sus muchas calles aun sin pavimento, pero luego te das cuenta de que tiene todo o casi todo. Hay suficientes bancos como para ahorrar o deber, suficientes tiendas como para comprar o encalillarse y suficientes bares para olvidar. La gente de Natales no se parece al resto de los habitantes de Chile. No hay por lo general maldad en su mirada, salvo algunos demonios son todos buena gente y tienen un estilo particular de hablar y vivir. Van de paseo el domingo al supermercado, cual mall del norte. Dejan sus bicicletas en la calle sin cadena y nadie las roba, bailan chamamé y usan boinas a lo gaucho. Son secos pa tirar piedras y pa las jineteadas en Castillo. Se dan el tiempo para vivir, aunque la vida diga lo contrario. Pensé en escribir un cuento, pero La ciudad Pionera debe ir primero. Se equilibra este lugar en las personas, en el habitante singular y querido, como Ministro con dos copas de más entrando a los gringos al Ruperto. Extrañamente desde que dejó de trabajar ahí que al Ruperto entra poca gente. Personajes como Moroco, contando historias de OVNIS camino a Castillo y los Backstreet’s Boys sentados en corro posando para la foto. Natales tiene un tiempo aparte, lo primero que sucede al que llega a este lugar es olvidar los días de la semana, olvidar la fecha, vivir todos los días de la misma forma, no saber la hora, porque con el ralo sol de invierno todo el día son las seis de la tarde y en el intenso verano la noche casi no existe. Llegue un jueves buscando un rincón para escribir sin interrupciones y donde poder trabajar para vivir. Llegue con mi mochila repleta de ropa y no de sueños, esos hace tiempo que no me acompañan, llegué esperando nada, solo tranquilidad y algún escaso tipo de estabilidad. Llegué solo, a pesar que recibí ayuda en un principio. La amorosa ayuda de la Belén y la no amorosa ayuda de la otra. Comí calafate y me quedé en Natales. Vi el amanecer en Villa Cariño y comí asado en laguna Sofía. Subí a Dorotea a lomo de caballo, navegué por los glaciares y fui al parque con la que amo. Tantos recuerdos que el tiempo no permite recordar. Comí calafate y me quedé, como tantos otros, pues Natales es un pueblo de inmigrantes. Todos los que aquí vivimos encontramos una razón para quedarnos. La estufa magallánica arde alegre, la casa es un infierno y solo atinamos a abrir una ventana. La tinta hierve y escapa a borbotones, esparciendo sus palabras sobre el blanco suelo de papel. Las letras se juntan en palabras para hablar de Natales, pero solo se puede decir lo que se siente, no hay aquí corazas ni payasadas, solo el viento, solo el largo atardecer en que el sol no quiere abandonar el cielo, solo el coro de aves marinas que posan para la foto en la larga costanera. Solo tu lejano recuerdo. Tu perdido rostro, tu mano que no está. Debí llevarte a Dorotea a comer calafate.