Entra por la puerta central del bus, la de salida, mientras su colega
abandona el volante por la puerta delantera.
El único contacto que existe entre ellos es un amigable ¡shena! que se
lanzan mutuamente, con una habilidad robótica, sin mirarse a los ojos. Los
pasajeros que aun habitan la máquina luego del cierre del círculo del recorrido
casi no se enteran del cambio de mando en el navío. Es verano y el ciudadano
cotidiano se encuentra hipnotizado por el verde que cubre casi completamente el
terrario que es esta ciudad, cuando el sol y las nubes firman una tregua y
hacen florecer la tierra, mientras en el bus, el nuevo flamante conductor
comienza con su rito.
Se identifica con una tarjeta magnética, se sienta, acomoda el volante para
su mayor eficiencia, levanta un dispositivo con una manguera a su izquierda, la
sopla (me entero que es un alcohotest, por el sonido que produce cuando muestra
que el trabajador está capacitado para realizar su labor), luego se abrocha el
cinturón de seguridad y finalmente, da contacto a la máquina –que vuelve a la
vida con un ronroneo– mientras afuera, los cuervos devoran restos de una mancha
de algún sándwich que cayó al suelo cerca de un banco de madera.
Terminado el rito, el bus continúa su camino. Todo esto sin que el
conductor tuviera el más mínimo cambio en la naturalidad de su rostro, todo
esto sin que los pasajeros se molestaran en mirar quién dirigirá por unos
kilómetros su destino.
Los gestos contenidos pertenecen a la otra ciudad, esa oculta por el tabú
de las expresiones, esa ciudad prohibida, con sonrisa de hiena, donde habitan
los prejuicios y los besos que nunca salieron de los labios, donde juguetean
los sueños que no se cumplieron por ser una lucha demasiado cruenta para los
sentidos, la ciudad que silenciosa seduce al habitante en un mortal cara y
sello que agota vidas y levanta muros.
Esta sociedad funciona perfectamente dentro de los límites de una de las
dos ciudades. Cada habitante hace su trabajo o cree hacerlo, cada ser es un
engranaje de la enorme maquinaria de este gigantesco reloj que marca las horas
perdidas de la otra ciudad, esa que no se escribe más que en papeles de colores
pegados en las murallas, esa donde es normal que la gente sufra sin que los
habitantes de la siguiente estación del tren se enteren, por ser de un
Estocolmo diferente. Cada quien acepta su deber y conserva su lugar, mientras
el recorrido del bus termina en Bromma Plan y el río azul del bus desemboca en
las puertas de otro McDonald´s, uno de los cientos que pululan por ambas
ciudades, de día lugar barato para ponerle algo a la barriga y de noche,
refugio para los que esperan o los borrachos.
El verano muestra sus frutos delirantes. Se venden flores en plena calle,
frutillas y guindas, junto con exóticas frutas de otras latitudes. Se ofrecen
servicios y se anuncia otro interesante loppis, mercados de pulgas donde se
puede encontrar casi todo de segunda mano a un maravilloso precio, vendido por
sus propios dueños y desde el maletero del auto.
Las escaleras son engullidas a zapatazos por los habitantes que veloces
intentan llegar al siguiente tren, guiados por una aplicación de sus teléfonos
móviles. Impasibles y solitarios, rodeados por seres de todos los colores, pero
sin relacionarse más de lo necesario con el otro. Una cultura pintada con los
colores de otras culturas, como una manta hecha a base de retazos.
La máquina que quedó vacía vuelve a ponerse en marcha y se llena de gente
en el siguiente paradero. Los pasajeros usan sus tarjetas para entrar al bus y
saludan con educación al conductor. Luego se sientan y se sumerge en sus
propias cavilaciones, mientras la vida continua y las horas de verano se van
agotando, como granos que caen desde una esfera de cristal a otra, en un
improbable reloj de arena que al girar de nuevo cubrirá de blanco el paisaje y
las emociones de la hermosa ciudad que es Estocolmo.