domingo, 30 de junio de 2013

Recorrido Cotidiano

Entra por la puerta central del bus, la de salida, mientras su colega abandona el volante por la puerta delantera.
El único contacto que existe entre ellos es un amigable ¡shena! que se lanzan mutuamente, con una habilidad robótica, sin mirarse a los ojos. Los pasajeros que aun habitan la máquina luego del cierre del círculo del recorrido casi no se enteran del cambio de mando en el navío. Es verano y el ciudadano cotidiano se encuentra hipnotizado por el verde que cubre casi completamente el terrario que es esta ciudad, cuando el sol y las nubes firman una tregua y hacen florecer la tierra, mientras en el bus, el nuevo flamante conductor comienza con su rito.
Se identifica con una tarjeta magnética, se sienta, acomoda el volante para su mayor eficiencia, levanta un dispositivo con una manguera a su izquierda, la sopla (me entero que es un alcohotest, por el sonido que produce cuando muestra que el trabajador está capacitado para realizar su labor), luego se abrocha el cinturón de seguridad y finalmente, da contacto a la máquina –que vuelve a la vida con un ronroneo– mientras afuera, los cuervos devoran restos de una mancha de algún sándwich que cayó al suelo cerca de un banco de madera.
Terminado el rito, el bus continúa su camino. Todo esto sin que el conductor tuviera el más mínimo cambio en la naturalidad de su rostro, todo esto sin que los pasajeros se molestaran en mirar quién dirigirá por unos kilómetros su destino.
Los gestos contenidos pertenecen a la otra ciudad, esa oculta por el tabú de las expresiones, esa ciudad prohibida, con sonrisa de hiena, donde habitan los prejuicios y los besos que nunca salieron de los labios, donde juguetean los sueños que no se cumplieron por ser una lucha demasiado cruenta para los sentidos, la ciudad que silenciosa seduce al habitante en un mortal cara y sello que agota vidas y levanta muros.
Esta sociedad funciona perfectamente dentro de los límites de una de las dos ciudades. Cada habitante hace su trabajo o cree hacerlo, cada ser es un engranaje de la enorme maquinaria de este gigantesco reloj que marca las horas perdidas de la otra ciudad, esa que no se escribe más que en papeles de colores pegados en las murallas, esa donde es normal que la gente sufra sin que los habitantes de la siguiente estación del tren se enteren, por ser de un Estocolmo diferente. Cada quien acepta su deber y conserva su lugar, mientras el recorrido del bus termina en Bromma Plan y el río azul del bus desemboca en las puertas de otro McDonald´s, uno de los cientos que pululan por ambas ciudades, de día lugar barato para ponerle algo a la barriga y de noche, refugio para los que esperan o los borrachos.
El verano muestra sus frutos delirantes. Se venden flores en plena calle, frutillas y guindas, junto con exóticas frutas de otras latitudes. Se ofrecen servicios y se anuncia otro interesante loppis, mercados de pulgas donde se puede encontrar casi todo de segunda mano a un maravilloso precio, vendido por sus propios dueños y desde el maletero del auto.
Las escaleras son engullidas a zapatazos por los habitantes que veloces intentan llegar al siguiente tren, guiados por una aplicación de sus teléfonos móviles. Impasibles y solitarios, rodeados por seres de todos los colores, pero sin relacionarse más de lo necesario con el otro. Una cultura pintada con los colores de otras culturas, como una manta hecha a base de retazos.
La máquina que quedó vacía vuelve a ponerse en marcha y se llena de gente en el siguiente paradero. Los pasajeros usan sus tarjetas para entrar al bus y saludan con educación al conductor. Luego se sientan y se sumerge en sus propias cavilaciones, mientras la vida continua y las horas de verano se van agotando, como granos que caen desde una esfera de cristal a otra, en un improbable reloj de arena que al girar de nuevo cubrirá de blanco el paisaje y las emociones de la hermosa ciudad que es Estocolmo.


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