El verano comienza a retirarse del
norte verde que por largos meses ha sentido y demostrado la fuerza vital que el
invierno había congelado. Los árboles van adquiriendo los matices del fin del
sueño estival, ese que ha hecho florecer
los campos, donde el dorado trigo se acerca ya a la época justa para la cosecha
y las manzanas se doran con el último sol.
El ganado cansado de engordar en la
floresta se prepara inconscientemente a ser
diezmado, para así sobrevivir las granjas al invierno que nos sonríe desde la
esquina hacia la que caminamos; mientras los botes a vela o a motor se deslizan
casi por última vez en el agua que acoge a los retrasados bañistas que aún
quedan en la orilla.
Las calles se vacían de minifaldas y se
llenan de chaquetas, las sandalias se transforman lentamente en zapatos y los
helados en espresso, en las cafeterías de Gamla Stan.
Los cuervos anuncian el contraste del
blanco plumaje del invierno contra la negra nieve que los cubre. Las miradas
buscan la compañía de viajeros invernales y la locura del sol comienza a
escapar de los hermosos rostros de la gente del norte.
Comienzan las responsabilidades, vuelven
las clases, los trenes pasan con más frecuencia. Las flores se recogen y las
manzanas maduran, mientras en la mesa cotidiana los grandes camarones le hacen
compañía a los manjares restantes del verano. Es otoño y los días se hacen
cortos en la bella Estocolmo, que aún se debate para continuar viviendo con la
intensidad del verano y no caer abatida por el letargo del invierno.
Esta ciudad se compromete con el sol en
sus muros cansados de ver pasar el tiempo. Se compromete con la risa de quienes
visitan por última vez el parque de diversiones Gröna Lund, para asistir a los
conciertos de verano que ya casi terminan. También firma un pacto con la
memoria, en cada rostro que ha visto pasar verano y primavera sin esperar por
nadie.
Caminar por Estocolmo es toda una
experiencia, los lugares son sueños separados por lagos y brazos de mar, que
tejen islas como esmeraldas en la filigrana delgada que desde el cielo se deja
ver entre las nubes. Djurgården en verano, el parque de Belmont, Skansen, el
verde por doquier y los gordos patos volando sin miedo a cazadores ni a
pedradas. Hornstull, con el increíble club Trädgarden. Con Longholmen y sus fiestas, con
tantos sitios que hacen imposible nombrar y recordar, por eso es que a
Estocolmo no se la visita, se tiene un romance con ella, se la conoce, luego se
le ama y en días como hoy, en que la noche se hace fría por primera vez también
se le teme.
Los puentes desnudos al sol y al
viento, que han visto pasar enamorados y bicicletas. Metborgarplatsen con sus
bares y sus recodos, con los árboles cansados ya de sostener el verde, que
miran a los últimos asistentes a la fiesta gastar un poco más sus trajes
estivales en la altura del Skrapan.
Volveré a volar al norte, eso me asegura el
otro yo, ese que se oculta en la otra ciudad en que a veces vivo. Volveré,
porque es necesario, porque es un argumento inexpugnable el decir que vivir en
Estocolmo es más que recomendable, pasar unos meses aquí es completamente
necesario.
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