viernes, 28 de enero de 2011

La Cena

Desperté con gritos, gritos sin voz, en silencio, alaridos de terror que rompían mis tímpanos, pero que parecían venir de ninguna parte.
Los muros emparedaban los gemidos de algo, el negro techo se perdía como bóbeda de catacumbas.
Posé mis pies descalzos sobre la alfombra, pero estaba tan fría como una lápida olvidada en un inhóspito monasterio.
Sentí frío, mas no miedo, son tantas las veces que me han despertado a media noche que he terminado por acostumbrarme. Me puse la bata, sin intención de ver lo que nunca se ha mostrado ante mis ojos, me puse la bata, pero no encendí ninguna luz, solo comencé a caminar hacia el pasillo, a recorrer como es mi costumbre el oscuro castillo, que conozco de memoria.
Mis pasos sonaban como los de un caballo caminando sobre la metálica cubierta de un barco, produciendo un eco sordo, que sólo era acallado por el sonido que producía el arrastrar de cadenas que tan bien conozco, que me sigue cada noche, que ya no temo, que se detiene cada vez que me paro y trato de otear la oscuridad de los metros ya recorridos.
La escalera principal me llevó rapidamente al primer piso, perseguido a algunos metros por las cadenas, que golpeaban los escalones superiores.
En el salón las luces se encienden de improviso, las paredes vuelven a tomar color, las cortinas se limpian, las sillas y mesas vuelven a tomar su lugar, los cubiertos, platos, copas y vasos se pulen, las botellas se llenan de vinos y deliciosos vapores entran desde la cocina. Los invitados vienen al salón con sus mejores galas, flotando en el aire, casi transparentes, me saludan y van a sentarse, me paseo entre las damas, que fuman largos cigarrillos, me rio y bailo, como en otros tiempos, como cuando aún vivía.

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