sábado, 15 de enero de 2011

Una mañana cualquiera

Como cada mañana el presidente se levantó de su cómoda cama, se sentó al borde y se miró los descalzos pies que presentaban un aseado aspecto, con las azuladas venas claramente visibles tras la blanca piel.
Pensaba como todos los humanos al recién despertar en cosas inconexas, en eventos que a la memoria asomaban ya sin importancia, en su dinero, en su hermano, que envidiaba profundamente por su carisma y libertad, a pesar de parecer a sus ojos como un rechoncho barrigón sin importancia, a pesar de ser el inconmensurablemente más afortunado que su insignificante hermano, a pesar de ser él uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo, no había tenido la libertad de su hermano ni siquiera un día en la vida.
Su cabeza reposaba sobre sus manos, que eran apoyadas al clavar los codos en sus rodillas.  Cuando levantó los brazos descubrió dos gemelos círculos rojizos que resaltaban contra el nacarado blanco de la piel de sus piernas.
Se puso de pié y caminó desperezándose por su agradable y temperada habitación. Su esposa ya no estaba ahí, estaba solo, descalzo, con el suave pijama como única protección, con el torso descubierto, con un perfecto traje esperándolo en el colgador del vestidor, con el estómago vacío, con ganas de que el sol volviera a brillar para él en las noticias, como cuando rescató a los mineros. Presidente de la reconstrucción-se dijo- y sonrió a un público inexistente.
          Se vistió lentamente, sabía que el país tendría que esperarlo. Recordó a Magallanes y la expresión de su rostro fue como la de alguien que se pegó en la suela de su zapato algo tan asqueroso como para querer mirarlo.
Pensó en sobornar a los líderes y dirigentes del movimiento, todos tenían un precio, la mayoría uno demasiado bajo, lo había comprobado un millar de veces. Muchos habían recibido sus migajas para que el siguiera enriqueciéndose. Todos querían sus migajas, todos bajaban sus brazos si sus dedos aprisionaban unas monedas.
           Le repugnaba la gente que estaba por debajo de él, odiaba a las viejas que lo saludaban en la calle, con su olor a sobacos y colonia Avon, ese olor a mugre de la clase media, que era sólo comparable en su escala de repugnancia con el lastimoso hedor de los pobres, siempre esperando que les dieran algo, sin querer trabajar, sin querer hacer nada, solo esperando la ayuda del gobierno y las fundaciones, que servían demasiado bien para proteger su dinero.
El presidente terminó de vestirse y se encajó la banda presidencial, pausadamente caminó hasta el comedor, donde sus criados preparaban su desayuno. Miró los diarios y vio que el resto de las regiones apoyaba a Magallanes con manifestaciones en las plazas de armas de las principales ciudades. Comió con asco su croissant, devolvió el pan por estar frío, mordió una manzana, mientras esperaba hasta que le trajeran su pan calentito  sólo por mostrar que él mandaba, pues no lo probó. Solo se levantó con indiferencia y sin decir una palabra se fue a trabajar "por Chile", como cada día hasta que terminara su mandato.

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